“Nunca es el hombre público más digno de admiración y respeto, que cuando sabe hacerse superior a la desgracia”, le escribió Martín de Pueyrredón al General San Martín al enterarse de la derrota de Cancha Rayada.
Por unos días reinó la zozobra en Chile, donde muchos pensaban que la causa de la independencia estaba perdida y algunos (como Monteagudo) llegaron a cruzar la cordillera. Pero “los inagotables recursos del patriotismo” obraron el milagro.
Después de haber sido hostigados por la caballería patriótica, el ejército realista se vio obligado a encerrarse en Talca. Su situación era desesperada, 7000 criollos estaban dispuestos a atacar a 4000 soldados del Virrey con menos artillería y peor caballería. San Martín buscaba una batalla definitoria para destruir al ejército español: los tenía en el puño.
Como la noche se acercaba, el Libertador decidió dejar descansar a las tropas. Consciente de su desventaja, Osorio convocó a una junta de guerra donde se expusieron las opciones que tenían los españoles. Si intentaban atravesar cualquiera de los ríos que rodeaban Talca, serían alcanzados por los patriotas. Solo un golpe de audacia podía salvar al ejército imperial, y el coronel Ordoñez propuso caer de sorpresa sobre el campo enemigo al abrigo de la noche. Osorio, temeroso del resultado, se retiró a orar, dejando la conducción del plan a sus subalternos.
Frente a Talca se extendía un campo quebrado por arroyos y barrancos, que hacían honor a su nombre: Cancha Rayada. Su geografía dificultaba el uso de la caballería patriota, muy superior a la realista.
A las 20 horas del 18 de marzo de 1818, tres divisiones al mando de Ordoñez y Primo de Rivera (un ancestro del dictador español), sorprendieron a las tropas al mando de O´Higgins, quien personalmente se colocó al frente del 1º Regimiento de Cazadores para resistir el ataque. Muerto su caballo por una bala, el jefe chileno cayó y fue herido en el brazo (por tal razón es que en el famoso Abrazo de Maipú, está con el brazo en cabestrillo). Ordoñez logró capturar uno de los cerros y desde la altura disparó a las tropas patriotas que trataban de huir. El ayudante de San Martín, Juan José Larraín, cayó muerto a pocos metros de su jefe. Por un instante, consternado por lo que estaba viviendo, el General no atinó a dar instrucciones, pero pronto recuperó el aplomo y organizó la retirada.
El flanco derecho de las tropas argentino-chilenas escuchaban a la distancia el ruido de las descargas. Permanecían inmóviles porque nadie sabía donde estaba su jefe Hilarión de la Quintana. Este había ido personalmente a buscar instrucciones. Como le fue imposible retornar a donde estaban sus tropas, los oficiales en junta decidieron nombrar al Coronel Las Heras su comandante. Rápidamente constató las fuerzas con las que contaba y los medios que disponía. Aún tenía 3500 hombres y el parque de artillería chilena estaba intacto. Pasada la medianoche, Las Heras dispuso una pronta retirada con el grueso del ejército. En seis horas recorrieron 26 kilómetros del camino que los conducía a Santiago, casi sin probar bocado ni descanso, a fin de poner distancia con el enemigo. Esta marcha salvó al ejército y a Chile.
En esa luctuosa jornada 120 soldados patriotas murieron, 300 fueron heridos y casi 2000 dispersos fueron reincorporándose al ejército que se concentró en la capital.
Mientras los patriotas se rehacían, en Santiago cundía el pánico. Ya lo habían vivido en el pasado, y el recuerdo no era nada grato: la represión de los españoles, los fusilamientos, las cárceles… Reinaba en la calle inquietud, los rumores corrían, que O’Higgins había muerto, que San Martín estaba gravemente herido, que el ejército se había dispersado…
Las autoridades convocaron a un Cabildo y allí el General Brayer, un antiguo mariscal de Napoleón, declaró que todo estaba perdido (de hecho, días más tarde, se excusaría ante San Martín de participar en Maipú). Aunque San Martín hizo llegar la noticia de que se habían salvado 4000 hombres, nadie le creyó. Muchos se aprestaron a marchar precipitadamente a Mendoza.
En las calles se escuchaban gritos de “¡Viva el Rey!”. Había pánico y confusión… hasta que apareció el hombre que impuso orden en la ciudad. Era el Doctor Manuel Rodríguez, el guerrillero que había conquistado el sur de Chile.
Rodríguez había mantenido una serie de conflictos con O´Higgins, por el tema de los hermanos Carrera. San Martín, a fin de protegerlo, lo nombró delegado chileno en las Provincias Unidas. Rodríguez se aprestaba a partir cuando se enteró de la derrota. Enardecido, recorrió las calles de Santiago, al grito de “¡Aún tenemos patria!”. Un nuevo Cabildo abierto se reunió. Rodríguez era el principal orador e instaba a “perecer en nuestra propia patria defendiendo nuestra independencia con el heroísmo con el que hemos afrontado tantos peligros”. Aclamado como nuevo jefe del gobierno ante la ausencia de O´Higgins y San Martín, Rodríguez asumió el mando y creó a los legendarios “Húsares de la muerte”.
Al enterarse que Rodríguez estaba al mando, O´Higgins apresuró el retorno. Poca confianza le tenía. De hecho, moriría pocos días más tarde, al ser apresado. Una bala mató a Rodríguez por la espalda. Dijeron entonces que había intentado escapar.
De vuelta en Santiago, San Martín instó a resistir y puso a trabajar a Fray Luis Beltrán en la construcción de cañones y municiones para reponer lo perdido en Cancha Rayada. Apenas transcurridos diez días de esta derrota, el ejército patriota estaba en condiciones de enfrentar, una vez más, a los realistas. En breve, medirían sus fuerzas en los campos de Maipú.