A la hora de armonizar vinos y comida, es bueno seguir las tradiciones; los maridajes regionales nunca fallan. Los romanos acompañaban el queso con tomillo, pimienta, piñones y frutos secos.
En la Antigua Grecia se comía con miel, aceite de oliva, higos y almendras. Los paísises europeos, productores y consumidores de quesos, tienen una larga tradición en matrimonios queseros que nunca fallan y que deberíamos probar al menosuna vez en la vida. Sin duda, podemos aplicar la regla con otros vinos similares, de la misma cepa o estilo.
Los deliciosos quesos de cabra del Valle de Lore, como Crottin, Puligny o Saint Maure con el Sauvignon Blanc de las apelaciones Sancerre o Pouilly Fumé.
En Normandía, el Camembert o Pont l’éveque (de vaca) con manzanas o peras frecas, con Cidré (sidra) o Calvados, un tinto frutado.
El Parmegiano-Reggianito con miel y nueces, y un delicioso tiento de la apelación Barolo o Barbaresco o algún vino tinto con pretensiones.
El Roquefort (queso de oveja) y su amigo del alma el Sauternes de Bordeaux u otro vino dulce blanco de uvas nobles.
El queso azul de Asturias, Cabrales y su tradicional Sidra o un Jerez dulce. El contraste del vino dulce con el queso azul graso y salado es impagable.
En Castilla – La mancha, el Manchego (de oveja), con vinos blancos de la apelación Valdepeñas o Riojas tintos de taninos suaves.
La intensidad y el picante del Tilsit alemán o el Munster alasaciano, con los potentes y aromáticos Riesling o Gewüstraminer, que nacen en la cuenca del Rin en ambos países vecinos.
Qué decir de nuestro quesillo norteño con dulce de cayote y el torrontés u otro tardío de uva blanca; el queso cremoso y el dunce de menbrillo con un Malbec y otro tinto dulce de nuestras tierras.